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27 El mar es como la amistad; se ve el horizonte pero no el final.   por   Alguna
 
 
DaniloAlberoVergara 1/24/2024 | 06:41:33  
 
Libros, pasajes, galerías
Danilo Albero Vergara Escritor argentino
Tags:
  literatura   literatura hispanoamericana   escritores latinoamericanos   literatura latinoamericana   Danilo Albero Vergara   escritor argentino   ensayos literarios   novelas argentinas
 

Encontré por internet el PDF de El exorcista en la edición de Emecé, la misma tapa del que extravié; lo bajé y evoqué cuando lo compré: años de la carrera de Letras, la librería de Rovetti en Mendoza. En algún momento nos dijo que su segundo apellido era della Rovere, y aclaró que la coincidencia no lo hacía descendiente de su homónimo, el Papa Julio II; aunque había una similitud con su tocayo; Rovetti también participó en batallas. Esta historia la contó un íntimo suyo, Rodolfo, amigo y profesor de Literatura Española I y Literatura Argentina II.

La búsqueda de El exorcista fue a causa del e-mail de un amigo; me pide consejo por una pelea epistolar donde, para reforzar su argumentación, adjunta copia de la correspondencia intercambiada con el interlocutor. La actitud me preocupó; entre las citas, involucraba algo descontextualizado, un escrito mío. Tuve en claro dos cosas: primero, no quedarme pegado en la querella ni responder sobre ese correo electrónico. Le pedí comunicarnos por teléfono y pensé en ser muy cauto en lo que le diría. Mi idea: “debo elegir con cuidado las palabras para dar mi opinión”, me recordó una situación similar, y peliaguda, que leí ─el siglo pasado─ en el libro El exorcista de Peter Blatty.

Recordaba claramente la tapa de Emecé, merodeé por la sección de literatura extranjera; luego de media hora, desistí. No será la última vez que pierdo un libro. En algún momento, lo he hojeado, lo dejé en cualquier lugar y Elena lo acomodó en el primer estante donde vio un espacio. En casa hay más de cien metros de estantes de libros en cuatro piezas distintas; más fácil encontrar una aguja oculta en un alfiletero.

En el PDF; busqué la cita, recordaba las palabras “musgo” o “piedra”. Con la primera no tuve resultados, “piedra” me dio la cita; fue más fácil que si tuviera el libro. En ese pasaje de la novela, el psiquiatra trata de explicarle a Chris que lo que tiene su hija Regan no lo puede explicar la ciencia. Recordé que, cuando leí la novela, como todo el mundo, sabía de antemano el argumento; a esa altura del libro, Regan está poseída por el diablo, como los ingleses cuando votaron por el Brexit; más endemoniada que Donald Trump ─no exagero.

A esta altura de la búsqueda ya la respuesta del e-mail a mi amigo podía esperar unas horas; festina lente, porque se me vino encima Rovetti della Rovere, su local de la calle Amigorena, a dos cuadras, la galería Tonsa, donde estaba la librería de mi padre. También, conocidos y amigos con las lecturas intercambiadas, pasaron por mis evocaciones de infancia y adolescencia.

El primero que acudió fue Joaquín, compañero de juegos de la primaria, sus padres y hermanos habían vivido el sitio de Madrid; como eran comunistas y republicanos de pata negra, no es errado suponer que escaparon con un hilo en una pata, y recalaron en la provincia. Qualis pater, talis filius, Joaquín era el único de la barra que proponía, a la hora de jugar a los soldados, que los buenos eran los coreanos y los malos los yanquis; me prestó Hans y su liebre encantada, de Liza Tetzner ─como yo, ella había nacido un 10 de noviembre, solo que medio siglo antes─, libro infantil, bordeando el realismo mágico marxista de las maravillas del oasis de paz y tolerancia estalinista.

En la adolescencia, en la barra del Club de Regatas, me hice amigo de Antonio, su madre era una viuda franquista emigrada de Béjar, formidable lector, adoraba Blasco Ibáñez y me presentó Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Si Joaquín era el anverso, Antonio el reverso ─o al contrario─ porque era anticomunista visceral, por un quítame de allá esas pajas, a su madre le afloraba “Viva Cristo Rey”. Escribo estas líneas y evoco que, cuando murió Franco, la mitad de los españoles de la provincia lo festejó, la otra lloró a moco tendido.

Por el lado de la secundaria, las amistades llevaron por otros rumbos. El padre de Tomás, compañero de inglés de la Cultural Británica, era concesionario de una marca de automóviles y combatió en Birmania con los chindits de Orde Wingate −P. P. Malcolm en la novela Exodo de León Uris−. Un día, cuando su papá estaba de viaje, Tomás me contó la historia, en la oficina del padre reveló un secreto que le había contado Huck, su hermano mayor. De un cajón del escritorio sacó un estoque de hoja triangular de unos 30 centímetros de largo y con vaceos muy pronunciados, la empuñadura era solo un cordón fino, que se empezaba a enrollar a la altura del pomo, y de un palmo de largo, para rematar, en vez de guarda, en un pequeño lazo. Tom mostró como el lazo se enganchaba el pulgar. Años después supe que ese tipo de estoques, menos artesanales, se les llama misericordia.

El papá de Daniel, compañero de aula en el Liceo Agrícola, era químico y junto con sus padres pudo escapar de Alemania en el ‘38; Arbeit macht frei mediante, su familia se redujo a ellos y una prima distante en Australia. El papá de Daniel nos dio la proporción exacta de clorato de potasio y azúcar para fabricar la mezcla explosiva que poníamos en nuestros tornillos para amenizar de estruendos la ciudad, desde el final de clases hasta pasado el año nuevo. Por él conocí Sin novedad en el frente de un judío, héroe condecorado de la Primera Guerra, también fugitivo de los nazis.

Detrás de esta secuencia de recuerdos, pasajes y galerías que me llevan a otros lugares y épocas fulguró el departamento del Pasaje San Martín, donde viví por los años que leí El Exorcista, tan parecido ─incluso en la fachada─ con la Galeríe Vivienne, a la que conocí primero por el cuento “El otro cielo” de Cortázar. Y lo de pasajes y galerías no viene de los pelos, el protagonista del relato de Cortázar, nomás entrar en la Galería Güemes por una de sus entradas, casi a mediados del siglo XX, sale por otra puerta en el París del XIX. Otro tanto me pasa con estas evocaciones. He visitado y fotografiado la Galeríe Vivienne; no le veo semejanza con la Galería Güemes de la Calle Florida, con la cual la compara Cortázar; si con el Pasaje San Martín. Todo este aflorar de rememoraciones no más recordar la librería de la calle Amigorena en Mendoza, casi enfrente de la terraza del hotel Cervantes.

La frase en cuestión que buscaba, para responder a mi amigo, es la del siquiatra de El Exorcista, cuando debe explicarle a Chris que su hija Regan está más pirucha que Donald Trump y no encuentra las palabras para hacerlo es: “como si eligiera las piedras para vadear un arroyo”.

No registrada en el teclado, pero anotada en el cuaderno “Notas futuras”; reanudar la historia del librero guerrero Rovetti della Rovere; su codicia de especulador con clientes de faltriqueras con obesidad mórbida y su munificencia con estudiantes de bolsillos desnutridos. Recuerdos que no quedarán perdidos; como mi El exorcista lo está en algún estante.

 

 

 


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